XLV

La fotografía siempre ha oscilado entre la atracción y el rechazo, la fascinación y la repulsa por una realidad que no es lo que debería ser, ajena a los designios del dispositivo técnico y del operador subjetivo. En cada imagen hay un odio larvado, un nihilismo potencial, que a duras penas contrarresta, en raras ocasiones, una aceptación incondicional, un amor sin límites. El cable que estropea la vista del edificio, que se interpone entre el sujeto y el objeto, no es una molestia ni representa un estorbo a suprimir, obviar como sea; al contrario, el objeto interpuesto, fuera de lugar, incómodo, superfluo, innecesario, es el único objeto posible de la fotografía, el indicio, la prueba irrefutable de realidad, el último signo visible, palpable de algo otro, de un mundo que no podemos controlar. La visión siempre es una visión de interposición, borrosa, transversal, esquiva, concentrada en las futilidades, y opera en la zona de los últimos remanentes, los obstáculos inamovibles, las dificultades imposibles de superar, la multiplicación de los centros de interés que atenta contra la exigida simplicidad y unicidad del punto de vista. El caos no es un enemigo a abatir, un mal moral, es la alianza secreta a forjar, la última esperanza de salvación. El operador fotográfico puede ser un amante, no debería caer en la tentación de los celos, dejarse llevar por el espíritu destructor. Ver es querer bien para VER MAL, ejercicio de delicadeza que se aparta de todo intento de someter las cosas. Un solo lema preside el templo en ruinas de la imagen, atravesado por múltiples cables: Esto es así; así sea.