XXXXIX

El mundo es admirable y exige admiración sin reservas; a la vez, insta a mantener el secreto, eleva una súplica de piedad y gracia. El tuerto, el momentáneamente cegado por el sol, el ojo deslumbrado, tienen el verdadero secreto de la imagen. Mirar con un ojo tapado con una mano y el otro abierto pero con la mano libre alzada hacia el sol, vela lo que no se puede dejar de mirar, a modo de ejercicio sutil de iconoclastia. Esta falta de reverencia por la imagen, amante del objeto parcial, que ve cuando no ve y todo aquello que no ve es iconoclasta porque condena a una imagen imperfecta, fugaz e incompleta, veladura de lo mostrado y revelación de lo oculto. El término no tiene fin; la sentencia de muerte es aplazada sine die.